'La Ballena', un filme que cuestiona cuál es la verdadera naturaleza ...
El concepto básico de la humanidad consiste en la capacidad para sentir afecto, comprensión o solidaridad hacia las demás personas. Esta característica suele distinguirnos de las demás especies que habitan el planeta, incluso las del reino animal como los simios, los cerdos o incluso, las ballenas. Pero, ¿realmente somos así, o acaso la falta de empatía, el dolor y la angustia se han convertido en una constante donde las apariencias físicas, las ideologías o el género suelen ser causa de actos deleznables con nuestros prójimos?
Adaptando una obra de teatro del mismo guionista del filme, Samuel D. Hunter, llega La Ballena, el esperado regreso de Darren Aronofsky detrás de cámaras desde el 2017 donde dividió a la audiencia con su más ambiciosa cinta hasta la fecha, ¡Madre!. El relato nos presenta a Charlie (Brendan Fraser), un hombre con obesidad mórbida que vive encerrado en su casa que busca sanar los lazos con su hija (Sadie Sink) antes de que sea demasiado tarde.
Ayudado por su amiga de años y a la vez cuidadora, Liz (Hong Chau), Charlie busca mostrarnos nuestro lado más humano retando al espectador a romper los juicios preconcebidos acerca de la apariencia y las malas decisiones de vida. En sí, es su dolor y su instinto de autodestrucción desmedido lo que vuelve a este personaje en alguien entrañable. A través de él podemos ver lo mejor y lo peor de aquello que llamamos humanidad, provocando que a través de su dulce voz, su buen humor o su preocupación eterna por hacer algo bien en su vida contrasta radicalmente con sus conductas tóxicas, como una peculiar forma de atrición.
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Brendan Fraser ofrece las dos caras de este ser, uno que, por momentos, adquiere una lectura cuasi religiosa, tomando su dolor como una salvación para el resto de la gente a quienes Charlie ama, así como un camino de redención similar al pasaje bíblico de La Pasión de Cristo. Si bien pareciera que Aronofsky explota ese factor, reniega de él como en otras de sus obras, especialmente Noé o La fuente de la vida, creando en este protagonista el ser más imperfecto en una representación para nada devota de estas creencias.
A través de la gran labor de Fraser, que tiene que cargar con ese maquillaje pesado y transmitir todo a la audiencia en una sola locación, la teatralidad resalta a favor de sus personajes. El microcosmos creado alrededor de Charlie es fundamental, pues Liz es un bastión, su eterna acompañante desde que la tragedia afectó su vida. Su hija, la rebelde, se convierte en la última luz de esperanza y amor para el triste protagonista, sino en una reflexión interesante acerca de la naturaleza, nuevamente, de nuestra razón humana de ser.
Hong Chao y Sadie Sink ayudan en ese estira y afloja que por momentos se vuelve un poco afectado por esa otra lectura religiosa. Sin embargo, es en el factor humano, como lo llamaría Nelson Mandela, donde la historia hace la diferencia. Aronofsky no se tienta el corazón en mostrarnos lo duro de la vida de Charlie, en las consecuencias de los actos que tuvo y, sobre todo, en voltear la cámara hacía uno mismo, poniendo el dedo en la llaga para cuestionar constantemente nuestra propia alma y espíritu, aquel que para la religión se vence ante la carne y que la sociedad rechaza con asco o repulsión sin ver más allá.
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La Ballena también remite a algunos aspectos de aquella comedia negra de Alexander Payne, Las confesiones del Sr. Schmidt (2002), donde un anciano hombre busca hacer algo que valga la pena en su vida monótona, así como de la bella añoranza triste reflejada en la cinta mexicana Distancias cortas (Guzmán Álvarez, 2015). Aquí, la tragedia se percibe desde el primer momento, pero es el juego que hace el relato al pasar de la incomodidad al llanto, del enojo a la preocupación, donde reside la verdadera alma de este filme.
A pesar de mantener una sola locación, algo que viene desde la obra, la cinta se mantiene a flote por las grandes actuaciones de su ensamble que se complementan con elementos como la música de Rob Simonsen (The front runner, Foxcatcher), misma que logra capturar los momentos de agonía y redención de Charlie, aunado a la fotografía de Matthew Libatique, colaborador eterno de Aronofsky que muestra la luz y oscuridad rodeando a los personajes, enfocándose en los gestos y reacciones de Charlie y sus acompañantes.
Con guiños a los confines temáticos que tanto aquejan al realizador, La Ballena muestra vistazos de una desmedida adicción a la comida similar a lo vivido por Ellen Burstyn con las drogas en Réquiem por un sueño, así como la vena de estudio de personajes vista en el díptico de El Cisne Negro y El Luchador, en lo que pareciera ser un ejercicio catártico en el que liberó todo lo contenido a través de la impotente mirada de un hombre que se está aniquilando a sí mismo en busca de un perdón o tal vez de volver a sentirse humano en medio de un mundo donde el amor es escaso y la ecpatía es creciente.
Nadando a través de sus fallos, es el crudo realismo de Charlie y su inevitable fin lo que hace que La Ballena resuene en su conclusión como una fábula acerca de lo que somos, capaz de mostrarnos un espectáculo mórbido durante el viaje que sostenemos a su lado, uno que nos vulnerabiliza, confronta y cuestiona inevitablemente cuál es la verdadera naturaleza del concepto de la humanidad o si es que ésta aún existe a pesar del odio y los prejuicios.
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